Por Damián Antúnez Harboure
La reciente develación de la foto del cumpleaños de la «primera dama» de Argentina del 14 de julio de 2020 en pleno confinamiento por la pandemia del COVID-19 nos mueve a pensar en el poder revelador de las imágenes y en su consecuente estatuto semiótico, permitiéndonos el artificio de aparcar, de momento, sus otros estatutos, el político tout-court, el normativo-institucional o bien el ético. Desde este lugar, lo primero que asalta nuestro pensamiento es aquello de que una imagen vale más que mil palabras. Por cierto, una alusión elemental a aquello que se ve, a lo percibido, a lo denotado; en términos de Ronald Barthes, a la imagen denotada. Es decir, una imagen literal que da cuenta de un mensaje icónico no codificado.
Ahora bien, algo ocurrió en todos nosotros de manera inmediata, inmediatísima a esa denotación; a esa primera noción que haría de la foto una prueba de la existencia real del objeto denotado, a partir de esa potencia que tiene la foto para representar, o sea, de ese «valor absoluto» que construye la semejanza entre el objeto y su representación en clave de espejo. Aquello que el último Barthes (La cámara lúcida) llama huella o índex en referencia a que la foto debe su existencia a la existencia previa del objeto. Pero entonces, aquello que ocurrió en nuestras mentes segundos o milésimas de segundos después de tomar nota de estas relaciones es, ni más ni menos, que el encuentro con el mensaje icónico codificado, lo que no es otra cosa que lo que el mismo Barthes denomina la imagen connotada; dicho de otro modo, el mensaje simbólico o cultural que nos trasmite la foto.
Otra vía de acercamiento a esa imagen connotada, a ese mensaje simbólico o cultural, podría ser la de aquella postura semiótica que, justamente, le niega a la imagen su estatuto semiótico. Este es el caso de Marc Angenot y su concepción de la imagen como simulacro. Entonces, ya no sería por las semejanzas que las imágenes significan, puesto que su significación radicaría entonces en la ideología, en la representación que el sujeto que produce la foto se hace del mundo, de su mundo y que lo fija a unas coordenadas socio-históricas que pueden ser claramente identificadas.
En cualquier caso, sea por la vía de la imagen como huella y su mensaje connotado (Barthes) o de la imagen como simulacro y su significación ideológica (Angenot), esto nos lleva a plantearnos los distintos niveles de lecturas que emanan de un soporte -la foto- que puja por volverse icónico de una situación política y social, de un momento histórico, de un conflicto político que condensa una serie aprehensible de sentidos. Y es allí donde la foto comienza a simbolizar condensando sentidos que apuntan a un festejo que no estaba permitido en medio de un restrictivo confinamiento -aquello que había dado en llamarse ASPO (Aislamiento Social Preventivo Obligatorio), ¿lo recuerdan?-, a los padecimientos que soportamos todos aquellos a quienes no nos estuvieron permitidas esas «licencias» en sus distintos grados, a aquel voy a actuar con el Código Penal para hacer cumplir la «cuarentena», a la ruptura del acuerdo republicano que teóricamente da forma a nuestro sistema político a partir del principio de la igualdad ante la ley y a la inexistencia de privilegios sociales, de clase etc.
Pero también podemos acercarnos a las referidas lecturas de la foto en cuestión por la vía de considerarla con Angenot un soporte de ideología. Entonces, ¿qué trasunta la foto a partir de la voluntad de quién o quiénes la hicieron y de aquellos que posaron para ella?, ¿querían tener un recuerdo del evento? Seguramente sí, pero: ¿querían tenerlo aún siendo un evento no autorizado? Ahora bien, ¿ninguno de los presentes pensó que la foto se estaba convirtiendo en el mismo momento de su producción en la prueba de una transgresión normativa por parte del presidente de la República Argentina, su familia y entorno social? Indudablemente estamos frente a una suerte de «captura ideológica» inscripta en esa foto, que nos habla de un modo de entender el poder, el sistema republicano de gobierno y un régimen político democrático que responde a una determinada representación del mundo por parte de aquellos que construyeron ese soporte llamado foto.
Por último, no debiéramos cerrar este análisis sin antes hacer alusión a la falta de originalidad o de novedad en esta producción de sentido condensada en un soporte fotográfico. La historia política contemporánea está saturada de fotografías que devienen íconos o tal vez -diría ese otro gran referente de la Semiótica, Umberto Eco-, signo icónico. En particular, en la Argentina, la historia del peronismo está atravesada por lo icónico en materia fotográfica. Quienes entre nosotros negaríamos esa condición a imágenes como el abrazo de Perón y Evita en el cabildo abierto del 22 de agosto de 1951, luego replicado en el de Néstor y Cristina Kirchner, o para aquellos que vivieron los ’70, la más espectral de una Isabel Perón saludando con la mano derecha en alto (saludo romano-fascista-falangista) en el balcón de la Casa Rosada junto al sindicalista Casildo Herrera (aquel del «…yo me borro») o bien entre el merchandising del pizza con champagne de los ’90, las del presidente de entonces posando junto a su ferrari testarossa o a la de la funcionaria María Julia Alsogaray en clave pin-up con tapado de visón. En fin, la lista continúa, pero en cualquier caso no podremos obviar el mensaje simbólico (la imagen connotada) de la que nos hablara Barthes o ese soporte ideológico, ese simulacro de realidad, ese «recorte del mundo» que implica la fotografía en clave de Angenot. No obstante, una y otra vez, el mensaje connotado de la foto festiva del 14 de julio de 2020 en la Residencia Presidencial de Olivos nos lleva al encuentro de aquel una imagen vale más que mil palabras.
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